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Negri, Antonio - Fin de Siglo

Date post: 19-Oct-2015
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  • Fin de siglo

    Toni Negri

    Traducido por Pedro Aragn Rincn Ediciones Paids, Barcelona, 1992

    Ttulo original: The Politics of Subversion

    Baril Blackwell, Oxford, 1989

    La paginacin se corresponde con la edicin impresa. Se han

    eliminado las pginas en blanco

    oviu

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    INTRODUCCIN

    TONI NEGRI. CRONICA DEL SIGLO QUE NO EXISTI

    1. Genealoga de un enemigo del pueblo

    Todo empez aquel siete de abril de 1977. En la madru- gada paduana, se iniciaba la redada policial de mayor enver- gadura que haya conocido la Italia reciente. Unos meses an- tes, Aldo Moro haba sido asesinado por las Brigadas Rojas y el equilibrio poltico italiano era quebrado por una cesura an hoy no resuelta del todo. Un juez ligado al PCI de Ber- linguer llamado Calogero fue el encargado de dar la noticia: haban sido detenidos, como responsables del magnicido, los componentes de la cpula secreta que anudaba a la extrema izquierda legal con los proliferantes grupsculos armados en Italia. Y la bomba final, el dirigente mximo era un pres- tigioso catedrtico de la Universidad de Padua, autor de al- gunos de los estudios de teora marxista ms influyentes y polmicos de la dcada. Toni Negri, filsofo y militante de la Autonoma Obrera Organizada, haba sido identificado como una de las personas que se hallaban en los alrededo- res de la calleja en la que fuera abandonado el cadver de Moro, su voz corresponda a la de la persona que telefoneara a la familia durante el secuestro y existan convicciones de- finitivas de que l haba sido quien realizara el interrogato- rio del lder democristiano durante su largo cautiverio. Era, en fin, el cattivo maestro, corruptor de una generacin de j- venes arrojados por l a la desesperacin y al terrorismo.

    A las pocas semanas, las acusaciones iniciales desapare- can. Por las fechas en que se deca haberlo visto en Roma, Negri daba clases en Pars. La supuesta prueba telefnica

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    se revel inexistente. La acusacin relacionada con el asesi- nato de Moro se esfum en la nada.

    Lo extraordinario empieza entonces, cuando la magis- tratura, en vez de liberarlo, inicia un baile de modificacin continua de los cargos, sin ms lgica inteligible que la de mantener el encierro y quizs an ms, su simblica in- definidamente. Cuatros aos despus de aquel 7 de abril, Toni Negri continuaba en prisin provisional a la espera de jui- cio. A esas alturas, nadie recordaba ya cul haba sido el ori- gen del asunto. Entre tanto, los aos de plomo haban impues- to su lgica. Criminalizada, mediante su asimilacin jurdica y simblica con el terrorismo, la antao influyente izquier- da comunista haba quedado borrada del mapa de Italia, como borrada de su memoria quedara en los aos subsi- guientes.

    1984. Febrero: comienzo de un juicio kafkiano. Eleccin como diputado e inmunidad parlamentaria, en julio. Retira- da de la inmunidad y fuga, en septiembre. Comienzo, a par- tir de entonces, de una clandestinidad prolongada hasta hoy. Nadie que quiera comprender algo de la derrota en que vivi- mos podr ignorar ese recorrido del que Negri dejara acta en su Tren de Finlandia, en el cual transita una parte esen- cial de nuestra historia, de nuestros sueos, de nuestras es- peranzas ilusorias o no de transformar el mundo.

    La apuesta por la revolucin se paga siempre cara en los tiempos de derrota. En Italia, los libros de Negri fueron des- truidos; su imagen, demonizada. An hoy, su condicin es la de una fantasmal inexistencia jurdica en pas alguno. Y, sin embargo, es hermosa la imagen del fugitivo lcido, que sus libros de la ltima dcada trazan. Una belleza salvaje, comunista. Paseo por un wilde side, que nada sabe de arre- pentimientos.

    2. Las vsperas del plomo

    El sesenta y ocho haba sido en Italia como en toda Euro- pa occidental un punto sin retorno. De l, las organizaciones

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    tradicionales que nacieran con la Komintern salieron con- vertidas en residuos arqueolgicos del pasado. Podan sobre- vivir, como en efecto lo hicieron, un par de dcadas ms, pero la mscara haba sido arrancada: su tiempo haba periclitado.

    El noble rostro de los partidos comunistas europeos que- daba al desnudo: reformismo colaboracionista en sus pro- pios pases, sectarismo y pleitesa prosovitica ilimitados en el terreno de la poltica internacional. Lo ms srdido de la historia del movimiento obrero de este siglo.

    Nada tiene de extrao que los protagonistas del estallido de finales de los sesenta y principios de los setenta se sintie- ran, no ya desligados, sino abiertamente enfrentados a aque- lla casta de funcionarios del expansionismo sovitico que constitua el grupo dirigente de esos partidos. En sentido es- tricto, la repugnancia hacia las direcciones de los partidos comunistas oficiales era una prolongacin lgica de la repug- nancia hacia el corrupto sistema capitalista internacional de cuya reproduccin ellos eran parte esencial.

    Las imgenes de Seguy y de Marchais, en plena insurrec- cin parisina, llamando a los obreros en huelga a desconfiar de los estudiantes y a rechazar su colaboracin, o las an ms odiosas del propio secretario general acusando a uno de los dirigentes estudiantiles Cohn Bendit de ser sim- plemente un judo alemn, un agitador extranjero ajeno a los intereses nacionales, fueron el paradigma de esa rup- tura irreversible. Los cientos de miles de manifestantes que desfilaron por el Quartier Latin insurrecto al grito de So- mos todos judos alemanes! estaban levantando acta del fin de una poca.

    La izquierda revolucionaria europea no naca, sin embar- go, de la nada. Y esa fue probablemente, vista a veinte aos de distancia, su mayor debilidad. Heredera de la tradicin trots- kista extraordinariamente ambigua en su empeo de seguir considerando a la URSS un estado socialista simplemente degenerado burocrticamente en una de sus ramas, em- peada en recuperar claves esenciales del estalinismo a tra- vs de su filtro maoista en las otras, el pasado acechaba, desde su nacimiento, a un movimiento que se haba querido

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    absolutamente nuevo. Lo muerto, una vez ms, acechaba a lo vivo, para acabar por tragrselo. El inters mayor de la ex- trema izquierda italiana en la elaboracin de cuyo corpus terico Negri jugara un papel esencial es precisamente el haber buscado desesperadamente librarse de esa tradicin.

    La amenza era, en todo caso, demasiado explcita como para que las viejas filiales europeas del KGB, ahora recicla- das en partidos eurocomunistas, pudieran tolerar su expan- sin. El PCI, como en tantas otras cosas, marc en los aos setenta la lnea de vanguardia. Tambin en la represin. Al rechazo de sus lderes sindicales Lama, al Tbet!, grita- ban los estudiantes de Roma contra el sindicalista Lucio Lama, respondi con la violencia de los servicios de orden primero, y luego mediante una alianza abyecta con las fuer- zas ms reaccionarias del Estado italiano con la crimina- lizacin de la extrema izquierda y el encarcelamiento o exi- lio de sus ncleos ms relevantes e innovadores.

    Los ltimos desesperados, mientras tanto, enloquecidos por el peso de su edipo estalinista, pasaban a la lucha ar- mada. Fue el comienzo de los aos de plomo.

    3. Salus populi suprema Lex

    As comenz todo, probablemente. No se puede reivindi- car la dignidad del trabajo quirrgico en los desages y stanos del Estado sin darle justificacin en una legendaria supremaca salvifica, que sea condicin trascendente y, como tal, fundante de toda ley. A fin de cuentas, slo la referencia fundante a un enigmtico inters general o nacional que, al no confundirse con inters concreto al- guno, se arrogue a s mismo la fundamentacin esencial de cualquier derecho, es la condicin que permite a un Estado violar cualquier norma sin violar jams ninguna, puesto que l mismo posee la condicin constituyente de toda norma. La razn es, as, siempre suya. Porque el Estado todo Estado es, antes que nada, capacidad de producir derecho. Normalidad tambin. Es lo mismo.

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    Salus populi suprema lex! En la pluma de Thomas Hob- bes, la vieja mxima romana toma los atributos de soporte fundacional del paradigma legitimista de este invento ma- yor de la edad moderna: la mquina, sustantivamente aut- noma, llamada Estado.

    Una mquina tal habra de dar el modelo estructural so- bre el cual todo sujeto agente se configura. Y no hay sujeto agente, en la tradicin escolstica que ve nacer el nombre ratio status y sus problemas especficos, que no sea esencial- mente razn. Referida a la mquina del poder, pues, la ex- presin ratio status es, ms que una metfora o una irona, la definicin formal en el sentido aristotlico de ese ni- co sujeto de la modernidad que es el Estado en relacin al cual, los individuos particulares no son sino remedos ina- cabados.

    La atribucin a Maquiavelo de la forja de tal categora es uno de tantos tpicos insostenibles acerca del maestro flo- rentino, quien no precisaba de justificaciones trascendentes para describir la salvaje guerra a muerte, ontolgicamente previa a toda codificacin o norma, que define las institu- ciones de poder. La pretensin de una frmula de tan honda raigambre escolstica como sa slo puede ajustarse con un modelo poltico estrictamente inverso al maquiavelismo; un modelo ocupado en preservar la continuidad de la medieval mistificacin de lo poltico como proyeccin de normas uni- versalizables y en introducir, de algn modo, una tal tras- cendencia de las categoras en el corazn de la inmanencia maqunica del sujeto moderno de poder. El modelo maquia- veliano no precisa de legitimaciones ni justificaciones ra- cionales, porque slo aspira a ser una analtica de lo que se produce con la necesidad interna de las confrontaciones por la obtencin y mantenimiento del poder. La exigencia ri- gurosa de dotar de una cobertura razonable a las correla- ciones de fuerza que cristalizan en sistemas cerrados de le- yes, es parte esencial de las doctrinas que proyectan sobre los modos de dominacin criterios axiolgicos, que son siem- pre, en ltima instancia, variantes ms o menos laicizadas del criterio religioso de salvacin.

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    Nada ms lgico as que el hecho de que fuera uno de los ms notorios antimaquiavelianos del siglo XVI, Giovanni Bo- tero, el reconfigurador, en 1589, de esa ragione di stato me- dieval, a la que Maquiavelo no se refiere una sola vez a lo largo de su obra. El Estado escribe Botero es una fir- me dominacin sobre los pueblos y la razn de Estado es el conocimiento de los medios adecuados para fundamentar, conservar y engrandecer unos tales dominio y seoro.

    Que el Estado reposa, sin embargo, sobre el terror (me- tus.) es algo que los ms venerables entre los tericos que asis- tieron al nacimiento y configuracin de la mquina haban apreciado, desde los orgenes mismos de la modernidad, como la esencia misma de su ser. En el siglo XVII, el Espino- sa cuya asombrosa anomala Negri ha estudiado deslum- brantemente le dar forma definitiva, al describir cmo aquellos que no aceptan el miedo ni la esperanza y no de- penden ms que de s mismos pasan automticamente a convertirse en enemigos del Estado, frente a los cuales ste no puede sino ejercer su represin por encima de toda nor- ma. Pero, ya mucho antes, lo haba esbozado el Maquiavelo que sabe bien cunto ms esencial para la estabilidad del Prncipe es ser temido que amado y que hace de toda la po- ltica una sublimacin metafsica del arte de la guerra.

    Decir que Estado es codificacin paradigmtica del me- tus resulta, para esa lnea maldita que pasa por Maquia- velo y Espinosa para llegar a Marx, poco ms que recordar un pleonasmo.

    Como configurador de norma, el Estado todo, absolu- tamente todo Estado es secretor de legitimidad. Hablan- do en rigor, no hay Estado ilegtimo: todo Estado se consti- tuye a s mismo como modelo de legitimidad en el acto mismo de excluir, arrojando a los abismos exteriores del aten- tado contra los intereses pblicos, a cuanto pueda transgre- dir sus normas, su modelo. Fuera del Estado de todo Estado slo hay exclusin y anomala: mundo de dere- cho, aniquilable de la marginalidad. La constitucin de la norma, la Constitucin toda Constitucin, al fijar los mrgenes absolutos de lo legtimo, sita las lindes fuera de

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    las cuales slo hay violencia sin garantas, y define as lo que, en sentido propio, podra designarse como el cdigo en ne- gativo del terror.

    Al fin, el doble funcionamiento simultneo del garantis- mo institucional sabiamente combinado con el terrorismo de Estado esto es, la violencia ejercida frente a aquellos que transgreden los lmites de la norma constituida es la esencia misma de la funcionalidad poltica moderna. Espa- cio representativo y garanta jurdica para quienes no aco- metan el riesgo de cuestionar los fundamentos mismos del Estado que constituyen la salus populi. Ms all, desages, galeras subterrneas ajenas a toda ley porque son ms ori- ginarias que ella. Violencia decodificada.

    Puede llamarse a esto por su nombre: lgica de guerra todo Estado est, en definitiva, siempre en guerra ms o menos latente con la sociedad civil sobre la cual se erige, como quera Maquiavelo; conflicto decodificado de potencias desiguales, en expresin de Espinosa; o combate de fuerzas ontolgicamente preexistentes a todo derecho que no es sino su cobertura, en clave marxiana. Puede uno tambin por- que es, a veces, polticamente muy rentable mistificar las palabras recurrir al eufemismo: llamar razn a lo que es slo cdigo de la fuerza triunfante.

    La legitimidad no es sino el nombre respetable, tolerable, de la violencia definitivamente triunfadora.

    4. Pensar en la derrota

    Hay una continuidad palpable en la preocupacin de Negri por designar e incidir en el lugar de la produccin material de las subjetividades como efecto de poder. Digmoslo con las viejas palabras de Lucrecio: Si pudieran los hombres, as como sienten en su alma un peso cuya opresin los fati- ga, conocer tambin la causa de ello y de dnde viene esa mole tan grande de mal que aplasta su pecho... Si pudira- mos, realmente, conocer la causa de nuestra opresin as como la sufrimos...! No ser rozados por la plyade inmensa

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    de los miserables, de los arrepentidos, de ese amasijo de ca- nallas que, vehculo de la cochambre cotidiana a la cual lla- mamos vida, se refugia cansada, en el sueo buscando el olvido. No olvidar nada. No renunciar a nada. Quererlo todo. Seguir querindolo. Del rebao de quienes se reinsertaron en el orden asesino de las cosas, slo saber una vez ms con el maestro epicreo aquello de que es as como cada cual huye de s mismo.

    Tal vez sirva eso al menos para liberarnos, ya que no de otra cosa, de una parte de esa imbecilidad perfecta a la que nuestro tiempo nos tena reservados, de esa imbecilidad me- diante la cual el sujeto sumiso del poder queda a su pesar encadenado a s mismo y lo odia, ya que, enfermo, no com- prende la causa de su mal. Porque, ms que estar necesa- riamente enfermo, el yo es necesariamente enfermedad. Siempre.

    No har falta insistir sobre el carcter trgico de la te- mtica as aflorada. La tragedia ms all del desesperado y estpido esfuerzo posmoderno por ocultarla es la con- dicin misma de existencia de este final de siglo regido por el derrumbamiento de todos los grandes modelos de la re- presentacin del siglo XX. Es el verdadero tema mayor. Por- que la tragedia, antes que en nuestros textos, ha estado en nuestras vidas. Travesa de tiempos terribles y hermosos. Ahora, el ciclo ha terminado. Itaca se adivina entre las bru- mas, desolada y aburrida. Somos pstumos residuos ar- queolgicos, escribe, en algn momento, Negri. A lo me- jor eso nos libera de la complaciente desesperacin, para instalarnos en la intransigente desesperanza materialista que es la espinosiana. Como oficio de cadveres, tal vez la dedi- cacin a la filosofa haya servido para asentar testarudamen- te esa disyuntiva irrebasable entre el silencio y la estupidez. Algo, en fin, tan clsico... Recuerdos del joven Hegel. Tam- bin de nuestra memoria, como de una soga, penden, no los estrangulados dioses griegos que l soara algn da en la soledad de Berna, slo la herencia de arena de una esencial impotencia... Van quedando pocas cosas ya fuera de la biblio- teca... Portadoras de silencio todas ellas.

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    El encierro en el siglo XVII que marca La anomalia sel- vaggia en 1981 es hijo de una derrota. El ciclo de las ilusio- nes revolucionarias se haba ya cerrado al final de los aos setenta. Tal vez, para nosotros, definitivamente. La derrota poltica estaba consumada. Todos aquellos ensueos nues- tros, acunados por la farsa de la Aufhebung hegeliana, ha- ban quedado hechos aicos. Si era necesaria una compro- bacin histrica del carcter mistificador de la dialctica, nuestra generacin tuvo que encajarla duramente en cabeza propia. La entrada, s, de lleno en esa fase de madurez abso- luta de la relacincapital que Marx previera como la sub- suncin real del trabajo en el capital, esto s es lo verdade- ramente pertinente desde un punto de vista ontolgico, esto es, materialista poltico.

    Se acabaron los ensueos de aquel hegelianismo del po- bre que fuera el progresismo histrico. La batera de nuevos problemas que ahora nos acuciaba (paso de la subjetividad dominada a la subjetividad constituida o constructa, de la clase a la funcinclase, disolucin de la barrera, produc- cin/simbolicidad, universalizacin de la formafbrica y ex- tincin del tiempo privado, invasin fantasmtica del tiem- po en la reproduccin..., por no citar sino algunos de sus efectos ms llamativos) exiga de nosotros un retorno deci- didamente crtico sobre los fundamentos originarios del an- lisis materialista. Aquellos mismos que, dicho sea de paso, hubiera de asentar precisamente, a la contra, el gran Fichte del 94, al fijar los dos nicos mbitos transitables para la filosofa: o la originariedad absoluta del yo (a cuya expresin filosfica l llama idealismo trascendental y cuyo programa exige en esos finales del siglo XVIII), o su carcter absoluta- mente constructo (ese materialismo trascendental espinosia- no, frente al cual, piensa Fichte, debe el nuevo idealismo ha- llar su va propia). Apostar hoy, en estas postrimeras del siglo XX, por una posicin materialista no puede, creo, sino ser, una vez ms, guerra a muerte contra la desfachatez de quienes siguen empeados en colarnos de rondn la subjeti- vidad humana como un imperium in imperio. Y, contra este asylum ignorantiae que es el recurso idealista a la irreducti-

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    bilidad ontolgica de lo originariamente absoluto, su deci- dida reduccin materialista, sin contemplaciones, a mera fun- cin material entre funciones materiales, secuencia material de potencia configurada en guerra con otras secuencias. Cosa entre cosas. Y nada de ilusorios privilegios. En la naturale- za no se da ninguna cosa singular sin que se d otra ms po- tente por la que aquella pueda ser destruida. Frente a la dia- lctica, lgica de la guerra.

    5. La fbrica de los sueos

    Fin de siglo es el intento de un pensador revolucionario por hacer el saldo final de cien aos de derrotas en esa gue- rra que no sabe de reconciliadores consuelos dialcticos.

    Vivimos, en efecto, en estas dos ltimas dcadas del si- glo XX, el perodo crucial de lo que Marx hipotetizara como paso de la subsuncin formal a la subsuncin real del traba- jo en el capital. Ello implica necesariamente modificaciones radicales en la relacin de explotacin y dominio que esta reconfiguracin esencial de la relacin capital impone. Tam- bin de las formas de resistencia y lucha que a ella se co- rresponden.

    Lo caracterstico de esa relacin de poder llamada capi- tal de la cual obrero y capitalista no son sino funciones es el haber nacido teniendo que investir con su propia po- tencia configurativa un almacn de modelos relacionales preexistentes; precisamente, aquellos en guerra con los cua- les la relacincapital est forzada a consolidarse.

    El anlisis es bien conocido. Ocupa los captulos finales del Libro I de El capital, que Marx dedicara a determinar aquello que, por constituir la prehistoria de la relacin, es designado all como acumulacin originaria o primitiva. Su caracterstica esencial: la violencia nocodificada, como partera de un nuevo mundo, hecho de los escombros del viejo. Los trazos de sangre y fuego (loc. cit.) con que la li- beracin de los sujetos precapitalistas, respecto de su uni- verso constitutivo, se consuma como previa condicin para

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    su renormalizacin bajo las condiciones de una combina- toria social radicalmente nueva han sido modlicamente rastreados en los trabajos de Michel Foucault. Crcel, mani- comio, familia, cuartel, escuela... son sus instituciones abso- lutamente especficas. El panptico lugar de encierro y transparencia, su metfora privilegiada.

    Al despotismo decodificado y primariamente brutal que configura la acumulacin primitiva, sigue la normalizacin (en sentido propio: el sometimiento a norma y garanta), a cuya conformacin apunta toda la anomala (en el sentido propio de decodificacin) sobreexcedente en el ejercicio ex- terno de violencia.

    No basta, en efecto escribe Marx con que aparezcan en un polo las condiciones de trabajo como capital y en el otro polo seres humanos que no tienen que vender ms que su fuerza de trabajo. Tampoco basta con obligar a esos hom- bres a venderse voluntariamente. En el curso de la produc- cin capitalista, se desarrolla una clase trabajadora que, por educacin, tradicin y costumbre, reconoce como leyes na- turales evidentes las exigencias de ese modo de produccin. La organizacin del proceso capitalista formado rompe toda resistencia; la constante gnesis de una sobrepoblacin re- lativa sostiene la ley de la oferta y la demanda de trabajo y, por lo tanto, el salario, en unos carriles adecuados a las ne- cesidades de valorizacin del capital: la muda constriccin de las relaciones econmicas sella el dominio capitalista so- bre el trabajador. Sin duda, se sigue aplicando la violencia inmediata, extraeconmica, pero slo excepcionalmente. Por lo que hace al curso corriente de las cosas, se pude confiar el trabajador a las leyes naturales de la produccin, es de- cir, a su dependencia del capital, nacida de las condiciones mismas de la produccin, y garantizada y eternizada por ellas.

    Si se me permite expresarlo de un modo muy simplifica- do, en esa fase formalizada de la normacapital, en la que nin- guna violencia exterior es ya ontolgicamente necesaria, es el propio proletario quien, cada noche, dar cuerda al des- pertador que lo pondr en pie para volver, cada maana, a

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    la puerta de la misma fbrica. Esa es la verdadera dictadu- ra de la burguesa. Lo dems es ancdota. El solo marcar los gestos de su muerte cotidiana, las condiciones materia- les de su servidumbre incuestionada a la relacin que, bajo la forma mistificadora del salario, lo mantiene en vida y re- produce su identidad. Con un poco de suerte, hasta se senti- r feliz de poder hacerlo. Y, si no, para eso estn los psi- quiatras.

    Es condicin ontolgica de existencia de los sujetos for- jados en la produccin de plusvala esa extraccin de ex- cedente sin violacin de norma, esto es, de ley del valor la fijacin tica en una cultura del afecto al trabajo. Es la forma brutal y perfecta del despotismo burgus. Su varian- te perversamente lmite lo sabemos se llama estajano- vismo. A su rechazo, damos el nombre de comunismo.

    Articulados por el salario a una ley del valor que en tan- to que legislador prctico los normaliza, los sujetos com- binados en esta fase de consolidacin del capital no son, por ello, menos preexistentes a esa articulacin. Si Marx la con- sidera acabada en 1848 es porque la aparicin, en los acon- tecimientos revolucionarios de ese ao, de un partido pro- letario (en el sentido que el trmino partido tiene en el siglo XIX, como fraccin o sector social definido) revela la emergencia de una subjetividad obrera con todas las carac- tersticas de un individuo compuesto, socialmente diferen- ciado y codificado.

    Convertida la ley del valor en condicin general de senti- do, el proceso de trabajo se convierte en el instrumento del proceso de valorizacin, del proceso de la autovalorizacin del capital: de la creacin de la plusvala. El proceso de tra- bajo se subsume en el capital (en su propio proceso) y el ca- pitalista se ubica en l como dirigente, conductor; para ste es al mismo tiempo, de manera directa, un proceso de explo- tacin del trabajo ajeno. Es a esto concluye Marx a lo que denomino subsuncin formal del trabajo en el capital. Es la forma general de todo proceso capitalista de produc- cin, pero es, a la vez, una forma particular respecto al modo de produccin especficamente capitalista, desarrollado, ya

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    que la ltima incluye la primera, pero la primera no incluye necesariamente la segunda (El capital, cap. VI ind.).

    Me gustara subrayar algunos aspectos, literalmente asombrosos, de esta ltima conclusin marxiana. Claro es que lo que est describiendo Marx, bajo la designacin de subsuncin formal, es precisamente el estadio de capitalis- mo consolidado, caracterstico de las sociedades burguesas ms desarrolladas de su tiempo y, muy especialmente por supuesto, de la inglesa. Todo est all. Desde la recomposi- cin de los ltimos residuos precapitalistas bajo la hegemo- na de la ley del valor, hasta la inmensa capacidad mistifica- dora de esta relacin de dominio que se presenta bajo la forma de una libre transaccin mercantil (formalizada en el salario), as como la base terrorista del Estado que la garan- tiza. Ningn referente histrico parece exigir la hiptesis de una variante ms acabada del modelo.

    Y, sin embargo..., sigue Marx, pese a todo ello, con ese cambio no se ha efectuado a priori una mudanza esencial en la forma y manera real del proceso de trabajo, del proceso real de produccin. Por el contrario, est en la naturaleza del caso que la subsuncin del proceso laboral en el capital se opere sobre la base de un proceso laboral preexistente, ante- rior a esta subsuncin suya en el capital y configurado so- bre la base de diversos procesos de produccin anteriores y de otras condiciones de produccin; el capital se subsume en un determinado proceso laboral existente (ibd.). La re- lacin llamada capital se normaliza, al apropiarse de los su- jetos que la historia (que es su prehistoria) le da ya consti- tuidos. El capitalismo alcanza su mayora de edad cuando automatiza lo que en el perodo de la acumulacin origina- ria era simple expropiacin arbitraria, desposesin salvaje, concentracin dineraria al margen de toda regla. La norma- lidad sucede a la anomala, la legitimidad a la ley de la jun- gla, la plusvala al robo. Todo es conforme a ley. Conforme a valor. Y el ciclo de la reproduccin se basta por s solo para garantizar con muda constriccin su continuidad am- pliada.

    Qu lleva a Marx, entonces, a proponer y a proponerse

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    la necesaria hiptesis de un modelo ms complejo, de un pa- radigma en el que aun la normalizacin resultara, por ob- via, definitivamente desplazada por la puesta en juego de un mecanismo de constitucin material de las subjetividades, que en nada precisa ya de categoras normativas o justifica- torias? No hay constatacin emprica en el contexto marxiano que fuerce tal paso. Es el modelo terico mis- mo, y slo l, el que lo exige.

    De la violacin a la norma, de la norma a la constitucin. Tal parece ser la secuencia conceptual que la configuracin del capital como relacin autnoma y productora de sus pro- pios agentes impone con la fuerza de una deduccin formal. Y, as, el sorprendente cap. VI indito del Libro I de El capi- tal dibuja ante nosotros la imagen de un imperio des- subjetivado de la relacin capital que slo la segunda mitad de nuestro propio siglo servira para ejemplificar.

    Marx lo llama subsuncin real del trabajo en el capital, y lo describe como relacin capital pura, liberada de esas formas prehistricas que son las figuras de los capitalistas y los obreros individuales: produccin socializada y aboli- cin por sobresaturacin de la formasujeto. La caracteri- zacin no puede ser ms precisa: las fuerzas productivas sociales del trabajo directamente social, socializado (colec- tivizado) merced a la cooperacin, a la divisin del trabajo dentro del taller, a la aplicacin de la maquinaria y, en gene- ral, a la transformacin del proceso productivo en aplicacin consciente de las ciencias naturales, mecnica, qumica, etc. y de la tecnologa, etc., con determinados objetivos, as como los trabajos en gran escala correspondientes a todo esto (slo ese trabajo socializado est en condiciones de emplear en el proceso directo de produccin los productos generales del desarrollo humano, como la matemtica, etc., as como, por otra parte, el desarrollo de esas ciencias presupone determi- nado nivel del proceso material de produccin); este desa- rrollo de la fuerza productiva del trabajo objetivado, por opo- sicin a la actividad laboral ms o menos aislada de los individuos dispersos, etc., y con l la aplicacin de la ciencia ese producto general del desarrollo social al proceso in-

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    mediato de la produccin. Todo ello se presenta como fuer- za productiva del capital, no como fuerza productiva del tra- bajo, en cuanto ste es idntico al capital, y en todo caso no como fuerza productiva ni del obrero individual ni de los obreros combinados en el proceso de produccin. La misti- ficacin implcita en la relacin capitalista en general se de- sarrolla ahora mucho ms de lo que se haba y se hubiera podido desarrollar en el caso de la subsuncin puramente formal del trabajo en el capital. Por lo dems, es aqu donde el significado histrico de la produccin capitalista surge por primera vez de una manera palmaria (de manera especfica), precisamente merced a la transformacin del proceso inme- diato de produccin y al desarrollo de las fueras sociales pro- ductivas del trabajo (dem).

    De ese punto de inflexin entre la forma normal (o nor- mativa) de la relacincapital y su forma constituyente (a la que una irona histrica particularmente sangrienta ha ve- nido considerando, en la propia tradicin marxista, bajo el nombre de socialismo, como una transicin hacia fuera del capitalismo), de ese punto de inflexin digo sera el 68, en mi opinin, un sntoma privilegiado. Indicador de un pun- to sin retorno, que abre paso al horizonte del sinsentido hi- perdesptico en el cual respiramos.

    El mundo de la subsuncin formal hizo definitivamente quiebra a finales de los aos sesenta. Ya se hallaba muy res- quebrajado, cierto. Pero, en ese punto, se hizo aicos.

    Caracterizado por la subordinacin en el proceso labo- ral de las subjetividades preconstituidas bajo la forma- individuo, el mundo de la subsuncin formal es un patchwork en el que todas las piezas encajan en virtud de la constric- cin formal a que fuerza la ley universal de combinatoria que consagra al sujetoburguesa mediante la materializacin ins- titucional de sus aparatos de poder (formaEstado). La estruc- tura armnica del mundo est hecha de la composicin de elementos preexistentes. La voluntad de los agentes (expre- sada en ese nombre del deseo que es la ley) opera, as, como un gua fundante del sentido del conjunto. Cristalizada, bien

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    en individuos simples (los sujetos humanos), bien en indivi- duos compuestos (Estado, pero tambin su reproduccin im- perfecta, los partidos, incluidos los proletarios), la volun- tad de poder no conoce otro lmite que el que la ley de leyes (la ley del valor, el nombre de los nombres, esa norma que marca sus fronteras con la voluntad de muerte) le impone, tanto en la esfera material como en la simblica. Su etapa dorada se corresponde con la gran expansin imperialista y con el desarrollo de las socialdemocracias europeas. La gran metfora del colonialismo remite siempre, de uno u otro modo, a una resubjetivacin actualizada (lo que se describe bajo los tpicos de la civilizacin primero y de la moderni- zacin despus) de las subjetividades salvajes (o atrasadas) que es preciso asimilar a las relaciones tcnicas y sociales (pero tambin simblicas) que el capital exportado exige para poder ser. La voluntad de suprimir el retraso histrico de las zonas que son progresivamente investidas por el capital se desdobla en una ideologa desarrollista que no es extraa a la propia remodelacin de la subjetividad obrera en las me- trpolis.

    A la metaforizacin del Estado como individuo compues- to, portador de la voluntad (y, por tanto, de la subjetividad) burguesa, que se presenta a s misma como voluntad (y como subjetividad, por tanto) general, corresponde, ya en la IIa, pero sobre todo en la IIIa, Internacional, la necesidad de una delegacin de voluntades tendente a configurar el propio in- dividuo colectivo, el partido, como portador de la subjetivi- dad (esto es, ante todo, la voluntad) obrera: como sujeto al- ternativo y, por tanto, estructuralmente calcado de aquel Estado que, slo, puede proporcionarle un modelo de indivi- duacin operativa. No insistir aqu sobre la estricta corres- pondencia de ambas mquinasindividuo. Louis Althusser lo hizo, de un modo inmejorable, hace casi veinte aos. S me gustara, tan slo, resaltar dos aspectos que esta intensa sub- jetivacin maqunica de la forma normal de la relacin- capital impone.

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    1. En primer lugar, un problema que es tan viejo como el de la autoorganizacin obrera. Si el partido es una mqui- nasujeto, que a s misma se piensa como alternativa respec- to de la mquinasujeto planificadora de la explotacin (el Estado), la configuracin de su voluntad colectiva debe ser construida especficamente por una conciencia que, para es- capar a los acosos de la simbolicidad burguesa (ideologa do- minante), se instaura sobre una teoricidad autodesignada como verdadera.

    El problema de cmo esa teoricidad pueda convertirse en conciencia y voluntad del individuo colectivo proletariado define una de las ms graves aporas en la historia de los mo- vimientos revolucionarios a lo largo del ltimo siglo y me- dio. Se inaugura con una enigmtica declaracin de 1843, en la que Marx habla de la fusin entre filosofa y proletariado (la filosofa es la cabeza, el proletariado el corazn) como con- dicin sine qua non de la revolucin y el comunismo (armas de la crtica ms crtica de las armas) y tiene su momento polticamente definitivo en la frmula kautskyana, retoma- da por Lenin en el Qu hacer?, que hace del marxismo una importacin cientfica, mediante cuya apropiacin el prole- tariado podra superar los lmites absolutos de una conscien- cia espontnea de clase, esencialmente economista, para de- sencadenar la gnesis de su subjetividad revolucionaria. Con matices, es la misma concepcin del intelectual orgnico gramsciano.

    2. Un segundo aspecto es el fuerte componente contrac- tualista que esa subjetividad dicotmica impone. Enfrenta- das, como individuos compuestos, ambas mquinas deben o bien destruirse, o bien fijar meticulosamente las normas de regulacin de su conflicto. Y en lo que concierne al suje- to hegemnico en el proceso, esto es, al Estado burgus, la destruccin del sujeto adversario, esto es, del proletariado, no slo no es deseable, sino estrictamente imposible: si el proletariado es una funcincapital, su destruccin equival- dra a la destruccin de la relacincapital misma. Slo hay lugar, pues, desde esta perspectiva, al pacto un pacto que, eso s, ser preciso imponer desde las condiciones de cons-

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    triccin ms favorables, pero sa es la regla general de todo pacto. La ley del valor proporcionar, una vez ms, el cdigo y el marco irrebasable de los juegos de equilibrio. Juegos no hace falta casi ni decirlo extraordinariamente di- versos.

    Al menos en dos grandes momentos, los contendientes han tratado de romper la baraja y poner, al fin, las armas sobre la mesa. La experiencia revolucionaria del 17 primero, el as- censo de los fascismos luego, resquebrajan, tal vez definiti- vamente, un orden de la regulacin pactada que exigir, a lo largo de la segunda mitad de nuestro siglo, la reconfigu- racin del modelo burgus del poder y del dominio.

    Desde mediados de la segunda dcada de nuestro siglo, el modelo de la subsuncin formal estaba herido de muerte. Habrn sido necesarias dos guerras mundiales y el extraor- dinario proceso de concentracin y centralizacin que el fin de la segunda desencadena para situarnos en los umbrales de esa mutacin, de esa revolucin (la expresin es de Marx, quien sabe que el capital no evoluciona sino que re- voluciona y se revoluciona permanentemente para per- sistir), de esa revolucin total, digo, en el modo de pro- duccin mismo, en la productividad del trabajo y en la relacin entre el capitalista y el obrero, a la que se designa como subsuncin real del trabajo en el capital.

    Tal es nuestra condicin presente. La de esa universali- zacin del terror difuso de Estado en el interior de los cuer- pos y de las conciencias, que Negri ha descrito como carac- terizadora de la reconfiguracin capitalista de estos ltimos veinte aos. La gran deflagracin antagnica de 1968 ha mostrado que las nuevas modalidades de producir investan el dominio de la reproduccin. Antao, el mundo de la pro- duccin perteneca al valor de cambio y el de la reproduc- cin al valor de uso. Todo eso se acab definitivamente... La familia, la vida personal, el tiempo libre, y tal vez incluso el fantasma y el sueo, todo ha aparecido, en adelante, someti- do a las semiticas del capital, segn regmenes de funcio- namiento ms o menos democrticos, ms o menos fascis-

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    tas, ms o menos socialistas. La produccin socializada ha llegado a imponer su ley en el dominio de la reproduccin sobre toda la superficie del planeta y el tiempo de la vida humana ha sido totalmente vampirizado por el de la produc- cin social.

    El drama del final de los aos sesenta y, consecuente- mente, de la derrota de los aos setenta/ochenta ha sido quiz la constatacin de una operacin de poder que se anun- ciaba ya insoluble. La capacidad de constitucin de las con- ciencias en la formavalor estaba cerrando su ciclo. Es una paradoja que la ms internamente contradictoria de las con- signas postsesentayochistas cristaliza impecablemente en sus simultneas radicalidad e ingenuidad: imaginacin al poder! Y, qu otra cosa es la subsuncin real, sino el despotismo universal de lo imaginario sobre los sujetos a los que onto- lgicamente constituye? Como en una pelcula de Cronen- berg, los ojos no son ya sino la pasiva prtesis de la pantalla gestora de representaciones. La imagen configura el mundo de la opresin, del fascismo cotidiano en que vivimos: no hay despotismo ms verdadero dictadura ms verdadera que aquel que aquella que se ejerce bajo la imagen de un no despotismo, de una nodictadura, de un nopoder. Lo feroz- mente irracional, lo enloquecido es el poder del Estado tal y como evoluciona desde los aos sesenta, en una especie de estalinismo lunar que no hace sino multiplicar al infinito su rigidez y su parlisis institucional. La voluntad feroz de muerte de lo poltico no yace en ningn otro lugar sino en estos Palacios de Espejos del poder. Por vaco y mistificador que sea, este tipo de poder posee una eficacia no menos te- rrible. No se podra, as, subestimar ni enmascarar la masa inmensa de dolor y de angustia que encubre tras su msca- ra de cinismo y su indiferencia tecnocrtica: inseguridad de la vida cotidiana, precariedad del puesto de trabajo, fragili- dad de las libertades civiles y, tal vez por encima de todo, imposibilidad de dar un sentido individual o colectivo a la vida, prohibicin fctica de todo proyecto comunitario que pueda llegar a ver la luz, de todo devenir creativo para po- der instaurarse conforme a un rgimen propio. Este dolor

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    contiguo a la deshumanizacin de la subjetividad capitalis- ta puede verse convertido en una gama infinita de reaccio- nes de rechazo o de sntomas paradjicos: inhibiciones, eva- siones de todo tipo, pero tambin sabotaje, devolucin del rechazo en forma de odio. Este movimiento de vaivn encuen- tra su propio lmite cuando el miedo de la destruccin se ar- ticula con la conciencia de la locura del poder y cuando el propio dolor se convierte en vrtigo de abolicin. Es esta fe- roz voluntad de muerte, bajo todas sus formas, lo que cons- tituye hoy la naturaleza de lo poltico y el fundamento ver- dadero del dolor humano.

    En la batalla por lo imaginario, en esa sobresaturacin de efectos fantasmticos de conciencia, se ha jugado, en es- tas dos ltimas dcadas, el momento esencial de la subsun- cin real del trabajo en el capital, esa revolucin estricta que permite a la relacin capitalista de produccin y reproduc- cin salir, no ya slo de su prehistoria (acumulacin primiti- va), sino tambin de su protohistoria (subsuncin formal). Si en la primera una violencia decodificada arranc a las sub- jetividades de su territorializacin precapitalista, si la segun- da las normaliz bajo la presin constrictivoconsensuada del pacto, esta tercera fase, en la que hoy nos movemos de lleno, para nada precisa ya de intervenciones exteriores: ni deco- dificadoras ni normativas. El despotismo de la relacin- capital (esto es, la dictadura de la burguesa) en la fase de subsuncin real es materialmente constituyente de la subje- tividad, produce literalmente subjetividades en las cuales toda distincin entre tiempo de produccin y tiempo de re- produccin y, con ella, todo posible asomo de comporta- miento subjetivo que no sea tiempocapital, toda privacidad se esfuma. Tambin toda palabra autnoma y, por tanto, todo acontecer imprevisible. Ser constituido/ser aniquilado tal, la nica alternativa. El despotismo burgus (la dictadu- ra burguesa), en la fase de subsuncin real, no conoce ms conciencia que la del terror de Estado. Fuera de ella, el noser.

    Vivimos en la subsuncin real. Y, en ella, nuestras vidas se tien de un rotundo anacronismo. Es la nuestra una so- ciedad que se nomina mediante recursos simblicos cuya fun-

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    cin es ya materialmente nula. Negri lo subraya muy preci- samente. Vivimos en una sociedad arqueolgica: hay en ella patrones capitalistas que, como soberanos absolutos, rigen la vida productiva de millones de hombres a travs del pla- neta; hay otras personas, gestores y propietarios de los me- dia, que, como inquisidores medievales, poseen todos los ins- trumentos de formacin de la opinin pblica; hay unos pocos individuos que pueden, al margen de toda responsa- bilidad personal, elegidos como en tiempo de los brujos por cooptacin, condenar a los hombres a la prisin de por vida o a diversas penas de crcel, etc.; hay, finalmente, dos o tres poderes en el mundo que, imperialmente, garantizan este modo de produccin y de reproduccin de la riqueza y de la conciencia, sobreentendindolo de modo monstruoso a travs de la amenaza de destruccin del ser. Rechazar todo esto, como se refuta lo que es viejo y marchito, no es un de- ber sino una necesidad, una preconstitucin ontolgica. No es creble que el mercado mundial, y las enormes fuerzas co- lectivas que en l se mueven, tengan patrones; no es posible, ms bien es sencillamente repugnante el derecho a la pro- piedad y a la explotacin. Tanto ms cuanto que estas abe- rraciones son aplicadas a la formacin de la opinin pbli- ca; as son presionados los ciudadanos, en el momento mismo en que se debera desarrollar democrticamente su derecho de informacin, comunicacin y crtica. Arqueolgicas y he- diondas, muerte y locura, son las corporaciones jurdicas, administrativas, polticas, el Estado de la subsuncin real.

    GABRIEL ALBIAC Universidad Complutense de Madrid

  • FIN DE SIGLO

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    I

    INTRODUCCIN. MAS ALL DE LA POCA DISCIPLINARIA: SUJETO Y CONSTITUCIN

    En 1989 cae el muro de Berln. Un intenso gozo, una cli- da satisfaccin interior sorprendi entonces a los revolu- cionarios; aquellos que, en lucha contra el fascismo y el es- talinismo, un rudo curso del tiempo haba visto sobrevivir. En enero de 1991 el general americano, jefe de las fuerzas aliadas, emprende la reconquista de Kuwait. Una indignacin inmensa, un desaliento interior, se apoderaron entonces del nimo de aquellos supervivientes. Por qu estas contra- dictorias emociones en hombres igualmente fuertes y hechos sabios por la experiencia de innumerables acontecimientos? Por qu se agitaban todava entre la feliz sorpresa y el amar- go desengao? Estos revolucionarios son presa del encan- tamiento. Encantamiento del pasado glorioso, seduccin de otras genealogas, imaginacin plantada en el mito. Ahora bien, liberarse de este encantamiento no significa renunciar a la revolucin, sino, al contrario, construir una posibilidad real. Mejor, construir la posibilidad, como categora del pensar y del hacer, en la temporalidad determinada en la que estamos inmersos, en la fase de constitucin ontolgica que distingue nuestra historicidad. El significado de las pginas que siguen consiste en su totalidad en el desciframiento de la posibilidad de esta posibilidad.

    Volvamos a los hechos. El muro de Berln y la divisin del mercado mundial determinada en Yalta no eran ms que restos arcaicos supervivientes de un orden del mundo trans- formado radicalmente. En cuanto a la guerra del Golfo, tam- bin sta no era ms que la repeticin de un escenario ya otras veces vivido trgica y necesariamente: el de la resolu-

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    cin imperialista de un conflicto en torno a las fuentes ener- gticas y al control de las materias primas esenciales por los pases capitalistas centrales. No es cnico historicismo aquel que induce a evaluar de tal modo estos acontecimientos dis- tintos; es ms bien la intuicin, confirmada por el anlisis y avalada por la consideracin de las secuencias de estos eventos, de que lejos de presentar nuevas posibilidades a la vida de los hombres slo muestran su miserable conti- nuidad. Los pases del Este estaban fuera de la historia: ahora vuelven a entrar en ella. Vuelven a entrar y comienzan a vi- vir la normalidad de la crisis cotidiana de las culturas capi- talistas de Occidente; mejor an, se identifican en la crisis de transformacin del ordenamiento poltico capitalista con- temporneo. En cuanto a la guerra del Golfo, tambin la his- toria participa de la inercia de una relacin imperialista tan vieja, o ms, que la de Yalta, y del nuevo orden mundial, de forma que fantasmas y demonios tan viejos, o ms, que los de Versalles, Viena, Aquisgrn... definen el desolado ho- rizonte. Estos eventos son opacos, la innovacin les es ajena. Una temporalidad cansada los ha recuperado para la coti- dianidad, para la infelicidad normal. Unicamente despus de haberse dado, se abre la posibilidad de una nueva historici- dad humana. La historia se ha aferrado de nuevo a los espa- cios que haban huido de ella. En los dos sucesos que consi- deramos, a pesar de lo afortunado que pueda ser el primero y horrible el segundo, nada de nuevo, nada que transpire vi- talidad est comprendido en ellos. El encantamiento es la ligazn que nos mantiene abrazados al superficial carcter dado de estos eventos. El encantamiento es la conmocin o, si se quiere, la pietas. en la que estn retenidas conciencias envejecidas.

    Entonces, la historia ha llegado a su fin, tal como un agu- do comentador de Hegel sostena no hace mucho tiempo? No, pero han terminado aquella historia y aquel encanta- miento. La cada del muro de Berln y la guerra del Golfo slo son apariencias, gozosas o atroces, en la superficie de un mundo que ha cambiado tanto como para considerarlas inesenciales. Que ya ha cambiado, que es otro, que tiene otro

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    sentido. Son este cambio y este sentido el objeto que aqu per- seguimos. Un objeto que se muestra en la forma del apare- cer. No es el delicado sueo de la apertura del Fausto goe- thiano, no es la heroica y fragorosa cabalgata del espritu objetivo en la Fenomenologa del Espritu, ni siquiera el ardiente e indefinido camino de la intencionalidad husser- liana de la Krisis. No, este aparecer no es lineal, unvoco, ideolgico: es una rotura incurable, una abertura equvoca, un horizonte indefinido. Un aparecer que se organiza en la explosin de genealogas distintas y de dispositivos singula- res. Nosotros lo aprehendemos cuando, reducido a nada el parecer de la superficie de la historia, o bien al cmulo de catstrofes y de repeticiones insensatas que lo configu- ran, sobre la nada aparece un pequeo trozo de nuevo ser, un primer arriesgado jirn de verdad, y se ilumina el deseo de construir el objeto. El Pensamiento crtico se presenta en su pura condicin. Si lo posmoderno ha tenido una funcin necesaria para el pensamiento crtico, sta ha consistido pre- cisamente en obligarnos a ir a un terreno donde la totalidad se ofreca como inesencialidad; donde, en consecuencia, en esta condicin de nulidad la ruptura no buscaba alternati- vas sino dislocacin radical. El aparecer como nacimiento frente a la totalidad de la apariencia.

    Quien no es spinozista, no puede ser filsofo, nos repe- tan los clsicos, desde Lessing hasta Hegel y Nietzsche. Y bien, qu otra cosa son el encantamiento de este mundo de signos insensatos y la adoracin de estos eventos neutraliza- dos sino la entrega delante de la base fenomenolgica que el mundo nos presenta en su inmensa solidez y necesidad; y en ella los distintos modos del ser no son ilusiones, sino estructuras, caracteres dados, apariencias reales de la nece- sidad? Mas es aqu, como nos ensea Spinoza, como Marx despus remacha, donde la disutopa radical del pensa- miento crtico se instaura; el mundo es aqul pero el pen- samiento crtico har otro, porque slo l, ms all y fuera del velo del ser, sabe asumir el riesgo de una genealoga cons- titutiva. Es en la experiencia spinozista donde la filosofa con- quista, reconquista y confirma el punto de vista de la liber-

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    tad del pensamiento crtico. No un salto mstico, una vez que el horizonte del ser necesario se ha revelado como inesen- cial, como lmite negativo, sino disutopa, refundamentacin en la ontologa, totalidad del deseo reconstructivo. El objeto metafsico que buscamos est situado en esa esfera de la po- sibilidad, como lugar esencial de ruptura de la necesidad, de destruccin de la totalidad en la que estamos insertos. Todo encantamiento es antispinoziano: es amor fati.. El pensamiento crtico es spinoziano: es amor dei.. El pensa- miento crtico nace del desplazamiento del sermundo a la constitucin ontolgica del mundo; de la necesidad del mun- do a la infinita posibilidad del dios que nosotros somos.

    Qu es, pues, el cambio, aquel cambio que ya se ha dado y repetido, al nico que es posible de nuevo ligar la catego- ra de posibilidad? Cul es el objeto que perseguimos? En este libro intento demostrar que este objeto es un suje- to. Un sujeto nuevo, que nace de las cenizas del antiguo, pero que, precisamente por ello, vuelve a determinar la posibili- dad como horizonte all donde el antiguo sujeto haba con- cluido en la necesidad y su apreciacin haba terminado en el encantamiento. Pero para proceder en este sentido son ne- cesarios algunos pasos preliminares.

    En qu sentido hablamos de sujeto? Hablamos de l en- tendiendo por sujeto un ser comn y potente que se for- ma en el proceso histrico. Ser comn: puesto que est com- puesto de las necesidades comunes de la produccin y de la reproduccin de la vida. Ser potente: puesto que rompe con- tinuamente estas necesidades para determinar innovacin, para producir lo nuevo y el excedente de vida. El sujeto es un proceso de composicin y recomposicin continua de de- seos y actos cognoscitivos que constituyen la potencia de la reapropiacin de la vida. En qu sentido comprendemos his- tricamente este sujeto? Lo comprendemos histricamente porque nos lo representamos como el punto decisivo en el que el conjunto consolidado de los valores de cambio, que constituyen la modalidad del mundo, se transforman en va- lores de uso, y la necesidad es recorrida y transformada por la creatividad del trabajo vivo. La historia del mundo est

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    preconstituida por la historia del sujeto comn y potente: es el conjunto de las pulsaciones de ste, entre una revolucin y otra, entre una estabilizacin y otra, entre revolucin y es- tabilizacin. Ahora bien, lo moderno ha llegado a su fin. El ciclo de construccin de la historicidad concreta, que para l se reclamaba, se ha agotado completamente. Todo lo que sucede es inercial y muerto: salvo lo que aparece como cons- titucin de un nuevo sujeto, de una nueva capacidad comn y potente de determinar una nueva posibilidad.

    En el viejo marxismo el valor de uso concluye sistem- ticamente en el valor de cambio. La lucha del valor de uso contra el valor de cambio, y la personificacin de los dos ac- tores, no conduce sino a la restauracin del valor de cambio moderno y al progreso de su totalizacin. En el marxismo viviente, por el contrario, no hay ya progreso sino slo des- plazamiento de la personificacin del valor de uso, que nace de los antagonismos de la sociedad moderna de cambio. El nuevo sujeto se sita all: donde el trabajo vivo, que ha cons- truido todos los valores de cambio, define su valor de uso. Por lo tanto, vuelve a definir el orden de posibilidad de la historicidad concreta. La crisis de lo moderno no consiste ms que en esto: en el hecho de que el trabajo vivo rehsa valorizarlo, aceptarlo como definitivo horizonte de vida. Lo moderno deviene un mundo opaco y necesario superficial- mente, porque en su profundidad la determinacin y la prc- tica de nuevos valores de uso, de nuevas formas temporales, de nuevas asociaciones cooperativas, han sido desplazadas. Radical e irreversiblemente desplazadas. Lo posmoderno re- gistra en forma muerta el rechazo del trabajo vivo de valo- rar lo moderno. No sabe dar respuesta a este desafo. Pade- ce, en consecuencia, del encantamiento de lo muerto. As como los revolucionarios supervivientes padecen el encan- tamiento de un trabajo vivo que nutra y produca lo moder- no, y que ahora ya no es posible. Es sobre esta ruptura entre el trabajo vivo y lo moderno donde se instaura el nuevo su- jeto. Es sobre esta ruptura donde la base ontolgica de la po- sibilidad se propone de nuevo a la subjetividad histrica.

    La vieja poca de la que la historia humana est salien-

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    do, es la del poder disciplinario. Cuando Foucault, inter- pretado y desarrollado por Deleuze, construye un modelo en tres fases de lo moderno, en el que a un primer perodo ca- racterizado por el mando desptico del antiguo rgimen le sigue una fase disciplinaria, y a sta la de la sociedad de la comunicacin y del control; pues bien, de te fabula narra- tur. Este modelo de Foucault y Deleuze simplifica el del marxismo, y reagrupa en el ancien rgime la acumulacin primitiva y la manufactura, identifica con el rgimen disci- plinario el perodo de la gran industria, y lo extiende ponien- do la atencin sobre la nueva poca en la que hemos entrado a partir del 68, la poca en la que el trabajo material es sus- tituido por el trabajo inmaterial, la organizacin de fbrica por el de la sociedad informatizada, el mando directo sobre el trabajo por el control de la cooperacin social producti- va. Este es un cambio fundamental de los paradigmas del po- der. La microfsica se transforma en micropsicologa, la di- mensin del control se hace interna, la acumulacin de capital es una acumulacin de saber y de ciencia, porque el trabajo se ha hecho, al mismo tiempo, trabajo intelectual y trabajo cooperativo social.

    Pero lo moderno ha devenido posmoderno porque el su- jeto productivo ha cambiado radicalmente. El discurso so- bre el poder es siempre discurso sobre una relacin. El po- der no se define por s mismo, sino porque tiene siempre delante de s un adversario, un antagonista. El sujeto produc- tivo es siempre el antipoder, el contrapoder, la negacin creativa del poder. He ah donde renace una y otra vez renace la historia del sujeto y donde renace el punto de vista crtico, es decir, la ciencia: all donde vuelve a emerger el sujeto, en su continua mutacin, en su continuo reapare- cer como oposicin creativa contra la estabilizacin del po- der y la neutralizacin de los sujetos.

    Esta historia no es hegeliana. Ella no contiene la llave de resoluciones o superaciones internas. Esta historia no es dia- lctica. Es una historia continua y siempre abierta. Ella se caracteriza por un marco de alternativas siempre posibles, desde un punto de vista constructivo que se explica slo en

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    la genealoga y no en la sntesis. La violencia de esta his- toria es la de las batallas vencidas y perdidas en un camino venturoso que transcurre de la ontologa creativa a la deyec- cin constante del ser. Tampoco esta historia es bergsonia- na: no hay una actividad estructural no cualificada, un sim- ple elan. del espritu que la conduce. Cada vez se consolida materialmente, pero tambin queda materialmente disuelta. Hay en el paso que describimos, entre consolidacin de los valores de cambio y reapropiacin del valor de uso (dentro de esta inversin del proceso capitalista que constituye un horizonte de nuestro tiempo), la imposibilidad de disolver los valores y los deseos en el elemento espiritual. Nunca el materialismo ha sido tan estructurado y estructurante. Por eso, de nuevo, el spinozismo est en la base de nuestro razo- namiento: porque slo el materialismo permite avanzar. Esta historia, pues, no tiene ni dialctica ni continuidad teleol- gica: es historia de sujetos, de genealogas, de agencements. implantados en lo real, definidos por lo real del desarrollo de la historicidad y por las relaciones de fuerza que reco- rren la historicidad. Y por la singularidad de la potencia in- novadora. Al pensamiento de la mediacin, lo sustituye el de la constitucin la prctica terica de la constitucin.

    Pero volvamos a la temtica de este libro. En l, investi- gando el sentido de la mutacin en curso, trato de enlazar tres hilos argumentativos. El primero tiene carcter histri- cosociolgico; el segundo, poltico; el tercero, filosfi- coepistemolgico. El primer tema es el del paso del obrero masa al obrero social. Un paso real, materialmente con- notado, una mutacin que sito en torno a 1968, en la revo- lucin social y productiva que toma nombre de aquel ao. En qu consiste esta revolucin? Consiste en el hecho de que el rechazo del trabajo asalariado, esto es, de la sociedad disciplinaria, pone en crisis, definitivamente, el sistema ca- pitalista de produccin y de reproduccin social. La revolu- cin del 68 no es tanto una revolucin poltica, como una re- volucin social que afecta a los niveles ontolgicos decisivos de la historicidad humana. Del rechazo del trabajo asalaria- do generalizado, de la autocrtica que los trabajadores, como

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    sujetos individuales y como masa, llevan a cabo del sistema de la modernidad capitalista y de sus valores, derivan, y se organizan en una impetuosa corriente, una nueva concepcin del trabajo productivo y un nuevo deseo de valores de uso. El progreso, la modernidad, la racionalidad instrumental han llegado a su fin. El trabajo es concebido como trabajo in- material, creativo, como expresin de la esencia creativa del individuo, y queda sometido a la cooperacin colectiva. In- telectualidad y cooperacin devienen el valor de uso funda- mental. El trabajo vivo se propone en el centro del sistema social de produccin como base exclusiva de toda producti- vidad. El anlisis histrico y sociolgico han de perseguir, pues, esta modificacin de la composicin de la clase obre- ra; sta pierde su centralidad para transformarse en sujeto social de produccin, para identificarse con todo el trabajo que en la sociedad est todava comandado por el capital. Esta transformacin social del sujeto productivo modifica radicalmente sus condiciones de existencia y de expresin. Al socializarse, al presentarse de forma intelectual y coope- rativa, el trabajo vivo se autoorganiza. Ya no hay necesidad de patrono, se llame capitalista o burcrata, sea Estado ca- pitalista o Estado socialista. La posibilidad del comunismo est inscrita en la forma social de la organizacin y de la ex- presin del trabajo vivo.

    Ahora, y con ello tocamos el segundo tema de nuestra en- cuesta sobre el trabajo vivo hoy ahora, pues, este nuevo sujeto ha de hacerse poltico. Y puede hacerlo nicamente si explicita la constitucin ontolgica del trabajo vivo, inte- lectual y cooperativo, sobre el que se funda su subjetividad. El poltico, en este marco, no es mediacin, es representa- cin comunicativa de la complejidad constitutiva del sujeto. En este sentido, la democracia ha encontrado finalmente el sujeto adecuado: no democracia representativa, tampoco de- mocracia directa, sino democracia absoluta, como quiere Spi- noza, sobre la base de un sujeto que ha encontrado finalmente en su constitucin lo absoluto de su expresin. Este sujeto productivo que no encuentra fuera de s otras funciones que lo completen, as como no hay formas y tiempos que lo orga-

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    nicen desde el exterior. El concepto de democracia absolu- en sentido spinoziano, es ste. Su parentesco con el con- cepto de comunismo es profundo. No con el comunismo real, tampoco con la pretensin que algunos regmenes tu- vieron de aproximarse al comunismo, antes bien como rea- lidad de una cosa esperada y nunca realizada, que sin em- bargo est implcita materialmente en la posibilidad de una existencia determinada. El nuevo sujeto es la posibilidad del comunismo, a saber, la posibilidad de una democracia organizada como poder constituyente.

    Nos hallamos as en el tercer hilo de la argumentacin: el hilo filosfico, epistemolgico en sentido ontolgico. Si en la primera fase de lo moderno, la del ancien rgime despti- co, la bsqueda de la verdad se presentaba como excavacin de su fundamento y testimonio del ser ms all del velo de la apariencia, y si en la segunda fase la funcin heurstica se presentaba como mediacin de la verdad en los aconteci- mientos, permitiendo as al filsofo un compromiso de transformacin; ahora, en la tercera fase, la bsqueda de la verdad se ha transformado totalmente en produccin de la verdad, nada ms que construccin del ser. Construc- cin intelectual que tiene un efecto directo, productivo; cons- truccin cooperativa que se organiza como comunismo; transformacin continua del hombre y de la humanidad en una lucha de la vida contra la muerte que transforma comple- tamente la naturaleza misma del hombre. El punto de vista crtico se hace, en este momento, construccin ontolgica. La filosofa tiene un sujeto, un sujeto productivo, cooperativo. El mundo se reconstruye creativamente. La epistemologa devie- ne conocimiento constructivo de nuestro yo comn, la prc- tica transformativa del mundo de la vida. Un nexo creati- vo inagotable entre el pensar y el hacer, entre el existir y el ser. El siglo XXI no ser sino el tiempo de esta transformacin radical del existente humano. Ser la poca de un nuevo acto colectivo creativo, de una nueva cosmogona. Con nuestro es- pritu, nuestro cuerpo se modifica, y con nuestro cuerpo la es- fera de existencia natural y poltica de nuestro existir. La posi- bilidad se ha abierto como categora general de la existencia.

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    Lo viejo, lo consolidado, lo inerte, lo muerto se resisten. Esta resistencia la encontramos tanto en la derecha como en la izquierda, en todo lo que no interpreta y revive la existen- cia del nuevo sujeto y no expresa la potencia del paradigma. Lejos de nosotros el subvalorar la fuerza de esta resistencia negativa: ella hace pesar sobre la profundidad ontolgica una superficie de muerte, y sobre el ansia de la transformacin la obtusa inmovilidad del poder existente. Sus medios son amenazadores, su voluntad rgida. Un fascismo universal es el que domina el mundo. Y no deja espacios para rodear el problema. En este libro nosotros no proponemos tcticas ni estrategias de combate. Combatir es hoy nicamente una tica. Una tica indisociable del marco metafisico en el que se instauran conocimiento y nuevo sujeto. Si hubiera de de- jarme llevar por una previsin realista de los acontecimien- tos futuros, debera reconocer, sinceramente, que un nuevo mundo slo ser posible despus de la catstrofe: porque el nuevo sujeto es demasiado fuerte como para poder ser silen- ciado y el viejo es demasiado cruel como para poder renun- ciar a la prctica del eslogan mejor muertos que rojos. De manera realista, slo despus de un apocalipsis, los espacios de una reconstruccin del mundo podrn ser posibles para el nuevo sujeto. Pero esta desesperacin es banal e ineficaz. En todo caso, nosotros ya hemos vivido esta experiencia de muerte, y slo atravesndola es como hemos sabido recono- cer ms all del velo del despotismo y de la disciplina, ms all de nuestro mismo encantamiento por viejos sujetos (de cualquier manera, gloriosos), la eminencia de un saber y de una tica de potencia creativa.

    La llamada a una subversin creativa. El siglo XXI ha co- menzado en el 68 y est caracterizado por el pensamiento constitutivo, que se superpone y elimina el pensamiento de la mediacin. La mediacin reduca la categora de la po- sibilidad a un esquema trascendental de disciplina. La sin- gularidad, la innovacin, el quid irreductible de lo real, eran sistematizados en un proceso del ser dialctico que recon- duca el evento a funcin del devenir del poder. Era necesa- rio, quiz, pasar a travs de estas experiencias para compren-

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    der cmo la funcin dialctica tena siempre una valencia negativa, nula repetitiva. No hay experiencia del pensamiento constitutivo que no haya pasado a travs de la nulificacin de la filosofa, a travs del sentido de reduccin a la nada de precisamente la dialctica. En esta nada nos hallamos inmersos. Pero esta inmersin nos ha dado otra vez el senti- do de la posibilidad. La posibilidad es creacin. El pensa- miento de la mediacin haba reducido la creatividad a nor- ma disciplinaria, haba sacado la posibilidad en tanto libertad colectiva de producir la novedad ontolgica. Noso- tros, de la inmersin en el pensamiento negativo, hemos recabado la definicin negativa de la dialctica. Y la del sal- to hacia un pensamiento que, desplazndose hacia la sub- jetividad colectiva, retomaba las vetas de una crtica de lo real como constitucin genealgica. Sobre este paso, ha he- cho sus pruebas lo ms elevado de la filosofa contempor- nea, desde Nietzsche hasta Heidegger y Wittgenstein, desde Husserl hasta Foucault y Deleuze. Muchos materiales, nega- tivos y positivos, se han construido. Pero para que el pensa- miento constitutivo se plantee como alternativa ltima y ra- dical al pensamiento de la mediacin (aunque slo fuera en el prctica de destruccin de la mediacin), era necesario que este pensamiento reencontrase el sujeto, su sujeto adecua- do. Era necesario que se reinsertase en la prctica de la his- toricidad. El pensamiento constitutivo es un agencement., es un conducirse, una conducta del hombre en la historia del hombre en tanto ser comn. Lo trascendental, as como lo trascendente, queda eliminado desde este punto de vista incluso hasta en sus restos ltimos. El pensamiento filosfi- co contemporneo fuerte, como hemos recordado, deja siem- pre, en su discurrir, algn residuo de trascendentalidad: el sujeto nunca es definido como proceso ontolgico, sino como simple experiencia de la singularidad. Pero por qu la ex- periencia de la singularidad no puede devenir proceso onto- lgico? La redefinicin del sujeto como sujeto comn y po- tente produce la adecuacin del paso de la singularidad a la constitutividad histrica. No la universalidad, no lo tras- cendental, sino la comunidad de determinacin y de deseo

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    es lo que permite ponerse en marcha al proceso constituti- vo. Permite a la posibilidad darse como categora reconsti- tuida y abierta. La filosofa no es la lechuza de Minerva que levanta el vuelo despus de ocurrido el evento. La fi- losofa se restaura en el orden de la posibilidad. La arrogan- cia tradicional de su juicio, que tanto la emparentaba con la concepcin que el poder tiene de lo real, aqu es elimina- da. Aqu, chez nous, slo hay la humildad de una tarea crea- tiva, tan potente como abierta a toda equivocidad del ser que el orden de la posibilidad determina. Aqu estamos en el mo- mento de arrebatar definitivamente, tanto a Dios como a Le- viathan, la clave de la constitucin de lo real tambin noso- tros, pobres Job, cargados de calamidades, pero tambin de la imborrable certeza de ser la servidumbre de todo valor. Todo encantamiento ha terminado: con ello el reino de la po- sibilidad reside por entero en nuestras comunes y potentes manos.

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    II

    FIN DE SIGLO

    El siglo XX est terminando. En Occidente la necesidad

    de definirlo de forma concluyente es ciertamente menos apa- sionada de cuanto pudiera haber sido, en su nacimiento, el ansia de los contemporneos de vivirlo. A primera vista, el hombre occidental sale del siglo con el cuerpo maltrecho. Sin embargo, tratamos de definir este bendito siglo y de compren- der qu ha sido. No es fcil. Ya haban discutido nuestros abuelos sobre el asunto, sin haber conseguido fijar cundo haba dado comienzo el siglo. Quince aos antes o quince aos despus de 1900, deca por ejemplo Friedrich Meine- cken: con la gran crisis de los aos ochenta o con la guerra del 14, explicaba Schumpeter: pero, tena an sentido plan- tearse este problema aada cuando, si se miraba alre- dedor, haba que reconocer que las determinaciones mate- riales de los ciclos econmicos y de los siglos estaban, en torno a la guerra mundial, completamente enloquecidas? Dnde est, pues, el siglo veinte? Dnde estn el sentido de la modernizacin indefinida y del progreso, y el proyec- to de un capitalismo bien atemperado, que haban presidido su gnesis? No es este siglo que termina, por el contrario, el de las crisis y el malestar? Desde otro punta de vista y es una observacin que atae a una buena parte de la huma- nidad el siglo veinte (o bien lo que en l es especfico y lo hace original, y en el caso en cuestin lo promueve a la dig- nidad de gran perodo histrico) comienza con la revolucin de 1917. La sombra del Octubre rojo se extiende despus por el mundo. Europa, Asia central, finalmente China y Am- rica Latina. Pero es este dato, aunque irreversible, lo espe- cfico del siglo XX? O no es ms bien la del 17 la ltima de

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    las revoluciones del XIX, mientras que su extraordinario xi- to mundial no es sino la astucia de la razn capitalista, un medio para la construccin del mercado mundial, mistifica- do en la figura de la emancipacin? Estn adems los que concluyen sarcsticamente: queris una definicin del si- glo XX? Por qu buscarla en el capitalismo o en el socialis- mo? Son ideologas decimonnicas; lo especfico del siglo XX es la locura a la que todos y cada uno de sus protagonistas han llegado: la guerra del 14, despus el fascismo y el nazis- mo, la guerra del 40 y los exterminios en masa que la han caracterizado Auschwitz primero, Hiroshima despus el Gulag y la salvaje descolonizacin y el neocolonialismo, y des- pus la guerra IrakIrn y la de IrakUSA, tambin Three Mile Island y hoy Chernobyl... Entren, entren en esta galera de monstruos, y vean el horror especfico de este maldito siglo! Podramos continuar estableciendo caracteres autnticos y estigmas originales. Pero con qu objeto? A la relativa vali- dez de toda apreciacin particular le corresponde la extre- ma fragilidad de todo diseo de definicin general, una suerte de inaprehensibilidad. Por qu razn?

    Es verdad, el siglo XX es inaprehensible. Quiz podramos decir: no existe. Es una simple sigla numrica, una serie va- ca, una expresin nominal. En cierta manera es una repeti- cin de las ideologas, esperanzas, mistificaciones que hicie- ron famoso al siglo XIX. Esta repeticin ve los elementos notorios acelerados, impelidos al lmite, extremados: una exasperacin temporal que nos ha arrojado al ao 2000 sin haber salido del siglo XIX. No es, por consiguiente, sobre con- tenidos especficos cmo nuestra atencin por la determina- cin y la diferencia, en referencia a la definicin, podr or- ganizarse; el siglo XX es realmente inaprehensible. Pero este vaco, sobre el que se dan innovaciones temporales e inter- vienen catstrofes catstrofes cuya fuerza de innovacin semntica slo es reconocible post factum., equivale a algo. No es casual que los espritus ms altos del siglo XX se hayan reconocido, entre Weber y Sartre, entre Joyce y Eliot, entre Benjamin y Brecht, entre Wittgenstein y Heidegger, en el sentido de la catstrofe positiva o negativa o de la in-

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    novacin negativa o positiva, es decir, de un correr del tiempo que, vaciando la realidad de cualquier resonancia me- tafsica, confa el sentido al cumplimiento del evento, a la re- velacin de lo efectual, al descubrimiento de lo real. Only when I have answered a question, can I know what it was aimed at: el adagio vale para el siglo. El siglo XX no tiene contenido; tiene por el contrario la forma de una catstrofe, el sentido de una innovacin; es una cuestin a la que los con- temporneos no han podido dar respuesta si no es viviendo el vrtigo de la incontrolable aceleracin de cada momento de transformacin, mejor, de cada tiempo de vida. Mirando ms de cerca las cosas, la incomprensibilidad y la paradoja del siglo XX resultan an ms evidentes, ya sea intensiva o extensivamente. Intensivamente.: lo especfico del siglo XX pa- rece poder ser aprehendido slo all donde explotan las cri- sis y se imponen de manera ms apasionada y trgica las demandas de esta nuestra poca, slo donde se intuyen tran- siciones catastrficas entre un pasado ontolgicamente pre- cario que quiere imponerse de cualquier manera y un futuro que se insina en el presente pero que no es conceptualmen- te aprehensible todava. La conciencia histrica se desgarra en este dilema. Extensivamente.: la paradoja es si cabe ms evidente en las series temporales, porque a travs de mlti- ples transiciones catastrficas, se fija el sentido de una trans- formacin sustancial en el acto, o bien el sentido del paso de un mundo hegemonizado por las relaciones de produc- cin y de poder capitalistas (y descrito por la ley del valor) a un mundo vaciado de valor, integrado, indiferente, a una totalizacin que es un malestar metafsico arcano... Sin em- bargo, paradjicamente, a la sombra de este verdadero y pro- pio apocalipsis que amenza las mltiples transiciones, y se distiende y sobrepuja dcalages temporales, distorsiones conceptuales, perversiones de finalidad, mientras parecen aumentar desmesuradamente las dificultades histricas de la transformacin hasta el punto de confundir todo perfil te- rico, negar la realidad de las innovaciones, su potencia. Una potencia formal.

    Sin embargo, hay un momento en la historia que vamos

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    trazando en el que el apocalipsis ha tomado forma concreta y tambin la innovacin que la resuelve, es decir, ella ha tenido la posibilidad de mostrarse y cumplirse sobre una es- cena histricamente determinada. Para definir lo sucedido en ese perodo y en ese marco, nos podemos referir a un pa- saje que, hipotticamente, alude, o mejor, establece las ca- ractersticas generales del siglo: transformacin radical, con- quista de una nueva realidad, ms all de la crisis capitalista, desplazando hacia adelante el borde del ser. Tal vez, pues, tenemos por fin un elemento de definicin del siglo. Este mo- mento es aquel que va de la crisis del 29 a la puesta en mar- cha de las polticas del reformismo capitalista. Un gigantes- co esfuerzo, un gesto de nobleza del capital que, reconocidos los lmites del mercado e identificada la capacidad que te- na de desarreglarlo todo, se determinaba a una obra con- junta de control y promocin, de autoridad y democracia pro- gresiva. Una operacin que se adhiere tanto al espritu del siglo porque precisamente es una misse en forme de viejos elementos, una innovacin paradjica, una nueva formacin que estalla y surge a partir de viejos elementos. El reformis- mo capitalista, que nace en EE.UU. y se realiza como proyec- to del primer gobierno de Roosevelt, es probablemente lo que forma el concepto del siglo XX. Lo que equivale a decir que este concepto se vive como lo propio, lo especfico del siglo, expresa la solucin del problema que es propio del siglo; en consecuencia, el concepto se extiende por doquier en el orbe terrestre, en el tiempo y en el espacio. Nos encontramos fren- te a dcalages enormes, temporales y de cultura poltica; no obstante, entre esta diversidad se mueve aquella tendencia. Ninguna continuidad: en este caso, natura facit saltus. En efecto, la experiencia rooseveltiana dura en EE.UU. (por bien que vaya la cosa) tres o cuatro aos; comienza en 1933 y con- cluye en 1937. Despus viene la guerra, y a continuacin se producen las convulsiones de la reconstruccin y del nuevo reparto del mundo. Una primera experiencia nueva de refor- mismo capitalista, esta vez ampliada a todo el mundo occi- dental, la tendremos slo al final de los aos cincuenta y en los sesenta. Ser ste el decenio que constituya la definicin

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    del siglo XX? Un capitalismo fuertemente innovador, demo- crtico en el sentido de que los mrgenes de beneficio son lo bastante altos como para permitir una redistribucin con- tinua de las rentas en favor de las clases trabajadoras y en general del proletariado social, una tensin muy fuerte por legitimar el capitalismo en cuanto al desarrollo, de motivar la conciencia individual y colectiva en relacin al consumo, de fundamentar la transformacin sobre la abundancia. Son muchas las experiencias en las que este proyecto se encar- na, distribuidas en el siglo, diferentes en la forma. Si el re- formismo capitalista representa el corazn del siglo XX, tam- bin representa un hilo rojo que lo atraviesa; en los Estados Unidos, en respuesta a la gran crisis, la tendencia toma im- pulso; los europeos la reinventan en la posguerra, despus de que, a los problemas mismos de la crisis, el nacionalso- cialismo haba propuesto una bien trgica respuesta; en Ja- pn se desarrolla una figura de reformismo capitalista co- rregida por las tradiciones locales y modificada por un autoritarismo fundamental; en fin, en los aos setenta y ochenta, se advierten sntomas consistentes de la tendencia en los pases en va de desarrollo que no haban sido, entre tanto, destruidos por la represin perifrica del monetaris- mo central. En diferentes pocas, adems, los mismos pa- ses del socialismo real han sido contagiados por el reformis- mo capitalista y, poco a poco, hemos visto a la pulsin productivista de aquellos regmenes plegarse a la incentiva- cin del consumo y redescubrir, en este terreno, nuevas mo- tivaciones empresariales y una nueva articulacin partici- pativa. Hasta la apertura de la perestroika y la dinmica transformadora que la ha seguido.

    Dicho lo cual, es necesario sin embargo hacer un alto e insistir de nuevo en el aspecto de inaprehensibilidad y de fra- gilidad que esta especificidad del siglo presenta. Puesto que tambin la tragedia del siglo consiste en este veloz movimien- to neurtico. Quiero decir que lo especficamente reformis- ta y capitalista del siglo XX, mostrndose como un relmpa- go, un resplandor tanto ms fuere cuanto ms inmediato y repentino, presenta por lo mismo una ambigedad extrema.

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    De un lado, en efecto, se repite en l la proyeccin de la con- fianza capitalista en el desarrollo, en la fuerza liberadora del capital confianza que haba organizado a la burguesa como clase desde el siglo XVIII. Pero, de otra parte, se hace evidente enseguida que esta confianza reposa en el vaco, en la percepcin de una crisis irresoluble. Hay algo, en los com- portamientos del capital, en su mismo reformismo, como de- finitivamente roto: la sospecha de que el capitalismo sea una forma de relaciones de produccin ya superadas, el temor de no lograr estrechar ya ms, en un crculo virtuoso, proce- sos de trabajo y procesos de valorizacin. Cada vez que el reformismo se aproxima a la clase obrera, a la que el mismo capitalismo ha llevado a un nivel tal de madurez y potencia, hete aqu que es entonces sobre todo cuando el sentido de ambigedad y el sentimiento de fragilidad hasta la preca- riedad aparecen. Esta es, pues, la especificidad del siglo XX: un relmpago, un rayo ambiguo la especificidad que sabe producir una burguesa que manifiesta, a mitad del si- glo, esa misma dignidad sombra que es la de todos los res- tauradores de un tiempo perdido, que no son reacciona- rios, antes bien utpicos, en la medida en que la restauracin capitalista es hoy tomada como imposible, pero por eso, si cabe, ms reivindicada. Vale la pena aadir rpidamente, o mejor, subrayar aun, que las caractersticas del reformismo capitalista nada tienen que ver con las polticas de restaura- cin del libre mercado, con las prcticas de desreglamen- tacin, en suma, con los intentos redistributivos de la renta a favor de la riqueza preexistente y de desmantelar el Esta- do asistencial (tpicos, por ejemplo, del reaganismo): stas son posiciones para nada ambiguas, que no contienen ilusin ni malestar; ni esperanza.

    La dignidad de Juliano el Apstata, ese traidor que no era tal, ese hombre que reivindicaba y buscaba una primo- genitura definitivamente perdida; pues bien, se es el refor- mismo del siglo XX tal como ha resultado de la crisis y que el conjunto de los regmenes polticos y de los sistemas eco- nmicos ha recibido. Pero esta determinacin es, precisamen- te, como la restauracin del paganismo por parte de Julia-

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    no, algo terriblemente abstracto y vaco. La realidad no si- gue estos sueos, los refuta. Estos sueos aparecen, y es muy breve el tiempo en que, en lo real, logran fingir consistencia. Juliano es una aparicin. Una aparicin tan luminosa como definitivamente incierta, porque l, frente a la precariedad de lo existente, disea un modelo perfecto. Que no acepta lo real. Pero eso es lo de menos. En efecto, Juliano, el restaura- dor, el reformista, nuestro Roosevelt ideal, desplaza la con- frontacin con lo real, de tal modo que en adelante no slo su diseo deviene irrealista, sino que todos los proyectos ca- pitalistas que le siguen se resentirn del mismo problema. Puesto que ya no pueden darse desajustes entre el proyecto y la realidad, el capitalismo es imposible. Si el capitalismo slo puede existir como reformismo, cuando el reformismo se ha demostrado imposible, entonces tambin el capitalis- mo lo es, y no queda ms que deseo impotente y nostalgia vaca. Con Juliano el Apstata desaparece tambin la nos- talgia del paganismo. El siglo XX es la explosin de un pro- yecto reformista del capital por el que el siglo debera de es- tar formado. Pero el siglo huye. Todo lo que est antes de este experimento pertenece al siglo XIX, lo que viene despus es algo extraordinariamente nuevo. Quizs el siglo XXI? Lo ve- remos. Por ahora baste decir que, situada en los aos treinta y en los sesenta, la experiencia reformista del capital tiene una existencia tan entusiasta como efmera. Si volvemos a nuestra biografa colectiva, hemos de reconocer que noso- tros mismos, en aquella fragilidad, hemos encontrado razo- nes de esperanza: empujar adelante el reformismo, romper sus lmites, conjugar el reformismo capitalista con el socia- lismo... Pero qu decir ahora? qu hacer? El gigante refor- mista tena los pies de barro. Ha representado una ilusin. Habamos credo poder construir nuestra fuerza de trans- formacin dentro de los procesos de transformacin capita- lista y nuestros propios intentos destructivos se estaban adaptando al proyecto reformista. Antifascismo, determina- cin del consumo sobre la tensin insatisfecha de las nece- sidades, uso del tema del salario: qu era todo eso si no un danzar con los autores del reformismo? Keynes o Roosevelt

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    han sido banderas que habamos portado al interior del mo- vimiento obrero. Por no hablar de Kennedy. La lucha de cla- ses al ritmo de los Beatles. Sin confundir las cartas encima de la mesa, sin embargo, incapaces de una discriminacin correcta, de una precisa identificacin de las determinacio- nes materiales, constitucionales, estructurales, que hacen in- superables los lmites del capitalismo, mejor, irrecorribles, intransitables. Ir ms all de ellos es elegir y construir lo diferente.

    Justamente es sobre sus lmites cmo el capitalismo, en la forma reformista que constituye la especificidad del siglo XX, en un instante de resplandor, se ha descubierto como im- posible. Henos aqu, finalmente, al borde de una definicin: el siglo XX es el capitalismo imposible. Qu ha sido el re- formismo? Abundancia en unos decenios, distribuida aqu y all por la faz de nuestro planeta, Europa, Norteamrica y Japn, todo incluido, chez nous y down under. El siglo veinte es el reformismo imposible. Es decir, la imposibilidad de la nica forma de capitalismo posible. A la revolucin de Octu- bre, al siglo XIX que estabiliza el fruto de su ideologa, slo puede dar respuesta el reformismo. Pero el reformismo es imposible, luego a la revolucin de Octubre no le responde nada. El siglo XX ha existido solamente para producir un sue- o imposible. Luego, apresado en esta imposibilidad y sofo- cado en ella, l mismo es imposible. El siglo XX existe por cuanto existe el reformismo: l es slo un relmpago, un breve resplandor, y aunque muy luminoso, slo un parntesis lu- mnico en la noche.

    Por eso, y slo por eso, nuestra noche no es totalmente oscura. El siglo XX se establece sobre el XIX. El socialismo contina entre los dos siglos, as como continan las diver- sas formas de autoritarismo: bonapartismo, colonialismo, ra- cismo, etc. El imperialismo queda fundamentum regni. Las formas tradicionales de legitimidad se prolongan desde el siglo XIX hasta la explosin del reformismo capitalista: slo entonces la ley cede el puesto al consenso y la administra- cin ha de ingenirselas para mostrar una dimensin demo- crtica: al menos en teora. Por lo que se refiere a la prcti-

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    ca, sigue siendo constrictiva, trgica, cargante, todo lo que puede serlo una tradicin autoritaria devenida mquina, ca- pital fijo para el Estado. Por lo tanto, un fundamento oscuro que se prolonga amenazante a lo largo de la mitad del siglo. Despus, la explosin: la reformista. Y he ah su derrota, y en un tiempo muy breve. La luz del siglo concierne entera- mente a esa explosin y a esa derrota, al breve tiempo que las une, a la experiencia de tocar el lmite del capitalismo y exasperar su ideal, y por consiguiente, a la determinacin paradjica de su imposibilidad. Como si de bengalas noctur- nas se tratase, esta revelacin, aqu y all, a lo largo del si- glo, aparece mltiple, breve pero uniforme. El apocalipsis se muestra dentro de la pluralidad de apariciones de las figu- ras del reformismo, las ideologas y los proyectos del siglo XIX han proyectado su luz hasta la mitad (y ms all) de nues- tro siglo. Sobre este punto de extrema incidencia, aqu y all (y repitindose), aquel patrimonio ha revestido nuevos hbi- tos; reformistas, transformadores. Este era el nico modo de superar la crisis, el cmulo de contradicciones, de renovar- se tendiendo a lo real. Cuando se describe este momento es como si nos aproximramos a una de esas coyunturas hist- ricas en las que la humanidad reformula su propio destino.: en torno al ao Mil, o bien entre los siglos XIII y XIV en Italia, y entre los siglos XVI y XVII en Europa del Norte, o bien al trmino del siglo XVIII, con la tempestad dialctica de las lu- ces. Como si... Como si, porque, en realidad, ni siquiera en los momentos de mxima resonancia de aquellas pocas, aqu no encontramos ninguna identidad formal con aquellos even- tos, ni otra analoga de experiencia. En el siglo XX, la gran reforma no es una reconstruccin de lo real. La tensin ex- trema, la voluntad violenta, la neurosis de la decisin refor- mista, entendida como superacin de la crisis con otra cri- sis, pues bien, todo ello se expone en una frontera sobre la que, la acumulacin de fuerzas y de ilusiones no produce una reconstruccin, sino que reconoce una cesura radical y pro- duce, por tanto, un salto hacia adelante del que nada sabe- mos, slo que hacia adelante y hacia el vaco podran ser indistinguibles. La catstrofe es la forma en la que este

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    paso se nos presenta: quera ser reformista, pero es deses- perado. Con ello el siglo XX llega a su fin, si es que ha existi- do. La catstrofe del sentido es lo que representa especfica- mente la continuidad. Un cmulo de escombros abierto sobre el vaco, un cmulo de experiencias de las que se parte ha- cia lo ignoto. Algo nuevo? Quizs.

    Ahora bien, es de la aventura que comenzamos a vivir en los territorios del vaco, de esa propulsin tica ms all de los lmites de nuestro viejo lenguaje y de nuestras experien- cias consumadas, de lo que se ha de dar cuenta en el fin del siglo. La brevsima vicisitud reformista ha modificado de ma- nera sustancial y definitiva toda determinacin social y pol- tica. Ha sido el apogeo de la inversin de sentido.; el obrero sujeto exclusivo en el comienzo de nuestra historia bus- caba el salario, pero cuando lo obtena, perda su privilegia- do esta


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